Pero, siendo interior en su fuente, esta luz no pertenece a este mundo o a la tierra. Puede parecer oscura, sombría, nocturna, secreta, invisible a los ojos de la carne, a los ojos corrompidos y, por eso, se hace necesario “ver en el secreto”.
Jacques Derrida
La palabra y el silencio
Marta María Pérez inició su camino dentro de la fotografía con una de las obras más intensas que pudiera aportar una artista joven al panorama del arte cubano de fines del siglo XX. Para concebir (1986) es una serie antológica, que resume varias de las claves sobre las que ha reincidido Marta María durante todo este tiempo. La principal: involucrar al cuerpo en una experiencia estética que es igualmente una experiencia del riesgo, que se deriva del compromiso del cuerpo con el poder mágico de la palabra. Desde entonces la obra de Marta María ha estado bordeando los límites de un espacio moral, en el que se reproducen las tensiones y las conciliaciones entre lo sagrado y lo prohibido, lo secreto y lo violento, la palabra y el silencio.
En Para concebir la relación entre palabra y representación reproducía la tensión, casi el antagonismo, entre el tabú y la acción. Cada fotografía ponía en escena el enunciado de lo prohibido, pero para llevarlo al nivel de representación visual se obligaba a transgredir la prohibición. El ejercicio servía para exhibir los propios miedos de la autora, miedos que estaban encarnados en su cuerpo y que solamente mediante su redundancia en el cuerpo podrían ser exorcizados.
Todo el trabajo de Marta María ha girado sobre ese eje: de un lado la exposición del cuerpo a una situación límite, del otro la enunciación, el decir, como un mecanismo de producción de lo real. Ubicados en el mismo sistema, la palabra y el cuerpo se remiten mutuamente: el cuerpo –casi siempre fragmentado- parece recomponer su propia gramática mientras la palabra evoca la profundidad de su origen en un espacio visceral y enigmático.
En sus fotografías los textos no son simplemente títulos. Los textos no describen a las imágenes, sino que producen su propio espacio imaginario. Establecen su propio sentido que, en la mayoría de los casos, se mantiene intacto. La fotografía es el diseño de una idea que ha surgido de la relación entre un texto y una imagen. La fotografía es una especie de mapa en el que se puede esbozar diversos itinerarios entre la imagen, la palabra y el ícono.
No se puede hablar de las referencias a la santería en la obra de Marta María sin mencionar la importancia que tiene la palabra en ese sistema religioso. Aunque no hay un texto fundacional que se considere “el Verbo”, la palabra contiene una fuerza mágica y creativa. Los preceptos religiosos se mantienen como un saber que se transmite de manera oral. El lenguaje no sólo se utiliza para invocar y rogar, sino que es un medio de interpelación y de respuesta.
En el arte de Marta María Pérez la palabra es parte de un diálogo constante con fuerzas sobrenaturales, que adopta la forma fragmentada de un monólogo interior. Aunque la expresión más visible de su relación con el lenguaje está en los títulos, en realidad esta no es una obra profusa en escritura. La mayor parte de la densidad lingüística que posee permanece replegada y potente como contenido, más que como expresión. Eso crea un efecto contradictorio, pues su principal manifestación es el silencio.
Un camino oscuro
Entre el año 2003 y el 2004 Marta María Pérez realizó un tríptico fotográfico que tituló Un camino oscuro. Varios años después ese tríptico ha dado lugar a una potente serie de videos, con la que la autora lleva a un nivel más complejo la representación de lo oculto y lo que parece un leit motiv de toda su obra: la evocación de un elemento espiritual y ultraterrenal, como complemento de la vida material. Esa evocación de la unidad vida-muerte, permite a Marta María Pérez concentrar el referente moral, de filiación cristiana, de su obra artística.
Toda la obra de Marta María Pérez ha estado marcada por alusiones a la presencia de los muertos y a su intervención en el mundo de los vivos. Incluso la importancia de sus referencias a las culturas afrocubanas debe ser entendida a partir de esas intersecciones. Sin la omnipresencia de la muerte, como reto al conocimiento y la razón, no tendría sentido la investigación constante que ha realizado esta autora de diferentes sistemas religiosos, diversos cuerpos mitológicos, variados rituales y exorcismos.
El camino oscuro –imagen dantesca en muchos sentidos- es una imagen de pasión, que encierra una promesa de redención. En el cruce entre el espiritismo y las creencias afrocubanas, el camino oscuro se refiere a la senda por donde transitan los espíritus que no tienen luz. Las performances que desarrolla Marta María en estos videos representan un ofrecimiento de luz y compañía. La artista no solamente se representa caminando junto con los muertos, sino también caminando por ellos, como asumiendo responsabilidad por una muerte que no le pertenece. Lo que parece un acto de penitencia puede ser interpretado como un generoso intercambio de lugares que es también intercambio de identidades, pues al tiempo que la autora pone su cuerpo en el lugar del otro, lo pone en otro lugar.
En uno de los videos de la serie Un camino oscuro aparecen los pies de la artista, caminando lentamente mientras sostienen unas velas entre los dedos. En otros, la vela se sostiene en una mano, que se va cubriendo de cera derretida hasta que un golpe de viento –o de aliento- cancela el temblor de la llama.
En las fotografías de Un camino oscuro el cuerpo de la artista se ve a través de lo que parece una superficie manchada o ennegrecida. Es como si las escenas se vieran a través de un vidrio oscurecido con tinta o con humo. Entre los videos hay uno que muestra precisamente el acto de oscurecer un vidrio con una vela, hasta que queda totalmente negro. Como el vidrio está ubicado entre la vela y la cámara, al final lo único que le queda al espectador frente a los ojos es la superficie negra del vidrio (o la superficie oscura de la pantalla donde se proyecta el video).
En las fotografías esas manchas negras son elementos de obstrucción, que interfieren entre el ojo del espectador y la figura fotografiada, aunque también funcionan como elementos de fusión, si los percibimos en el mismo plano que la figura. De hecho, en esas fotografías la ilusión de profundidad no es tan fuerte, más bien los planos tienden a fundirse. Lo interesante de los videos es que también tienden a una disolución de la figura, mientras simulan transiciones entre distintos planos, realizando físicamente lo que usualmente resulta del proceso de edición. La pantalla que se va oscureciendo gradualmente con el humo de la vela, en un caso, se correspondería con un fundido en negro, mientras los pies, que van entrando en una zona blanca de apariencia neblinosa, en el otro caso, parecen ejecutar físicamente una disolvencia entre dos planos.
Dados sus antecedentes, no puedo dejar de asociar esas imágenes con las representaciones de ciertos Orishas, como Elegguá, dueño de los caminos y las encrucijadas, o Babalú Ayé, a quien se encomiendan los brazos, las piernas, los huesos y las articulaciones. Sin embargo, más allá de esas alusiones figurativas, que ya forman parte del imaginario con el que trabaja la artista, lo que da sentido a estos videos es el gesto de ofrecimiento y de solidaridad, que no podría ser realizado sin involucrar el propio cuerpo. Así, los videos permiten pasar de una representación iconográfica y simbólica de la entrega a una vivencia compartida, en la que el acto de la ofrenda –la luz que se ofrece- compromete tanto el cuerpo de la artista como los de los espectadores.
Hay un hermoso efecto poético aquí: la luz crea la oscuridad, lo visible genera lo invisible, lo evidente produce el misterio. La visión no está restringida a sus límites fisiológicos. Tampoco está condicionada por la razón o por el conocimiento. La visión no necesita ser corroborada. El concepto de documento sigue siendo marginal en el contexto de esta obra, y no sólo debido a su cercanía con lo mitológico, sino –ahora es más fácil comprenderlo- debido a la autonomía que adquiere la visión con respecto a lo visible.
Visión y visita
Visión y visita son los dos clímax de la experiencia espiritista. La revelación de lo que habita en la oscuridad equivale a una visita, no esperada, pero sí presentida. Así, la referencia al espiritismo en la obra de Marta María Pérez se elabora como una metáfora de hospitalidad. Sus videos enfatizan el sentido de ofrenda con que siempre ha trabajado la representación de su propio cuerpo. Lo que tiene de extensiva esta experiencia del propio cuerpo es que compromete al cuerpo del espectador. En realidad la palabra “espectador” le quedaría chica a nuestro rol frente a esas obras, si no fuera porque puede asociarse más a la expectativa que al espectáculo.
Pero estos videos nos convierten más en testigos que en espectadores. En El secreto, pero sobre todo en Un acuerdo, esa condición de testigo tiene una connotación casi legal. No estamos frente a la obra para saber, sino para dar fe. En algunas ceremonias de adivinación, en la santería, se utiliza un elemento que no “habla”, pero sin el cual no se puede realizar la consulta. Ese es el “testigo” un elemento que ratifica la legalidad de la operación y la veracidad de la palabra pronunciada. En Un acuerdo las palabras no se pronuncian para nosotros. La artista habla en la boca de una botella y luego la cierra definitivamente. Nunca sabremos qué fue lo que dijo, aunque podemos sospechar que lo que está en juego es un pacto irrompible y magnífico. Y, sin embargo, sin nuestra presencia esas palabras inauditas no tendrían el mismo peso. Siempre que pienso en esa obra pienso también en la botella, como un “testigo”, mudo y, sin embargo, cargado con todos los secretos.
El video que complementa a Un acuerdo es El secreto. Durante varios segundos vemos la mano de la artista escribiendo con un lápiz sobre una superficie cubierta con una finísima capa de agua. El texto escrito nunca aparecerá. Permanecerá secreto, ilegible, totalmente intangible. Parte de la tensión que genera esa secuencia proviene de que somos testigos de la producción de un texto que se produce ante nuestros ojos y que, sin embargo, no podemos leer. Un texto que parece no desprenderse nunca del cuerpo de la autora. Una palabra que no está dirigida a ninguno de nosotros, pero que nos atañe. Esta es una palabra no dicha, una palabra impronunciada e impronunciable.
El acto de la escritura en el video es la representación de una voluntad de callar, como manera de resguardar lo sagrado de la palabra escrita. Como en La carta robada, de Poe, el secreto está más seguro en el lugar que parece más accesible, es más invisible en tanto se expone a la vista de todos.
Pudiéramos poner la pantalla al revés y tratar de leer el movimiento del lápiz. Nosotros mismos pudiéramos ponernos en una pose cómica (de hecho, inapropiada) para espiar, como mirando por encima del hombro. Pero sería inútil, amén de infantil. La honestidad en nuestra relación con esta obra depende de que aceptemos como inmodificable y en tal sentido, como necesaria, esa escritura que se oculta, esa escritura que se resiste al lector.
Nosotros, como no-lectores, tenemos que aceptar el enigma y no tratar de descifrarlo, porque es en su secreto en donde radica su fuerza estética. Lo que me afecta –lo que me toca- de esas palabras escritas es justamente la distancia que nos separa y el silencio en que están inmersa.
La mano que escribe es la acción más prolífica en significados. La mano que escribe es en realidad el texto. Pero la mano que escribe produce una reacción mínima, que me pone otra vez en contacto con algo inconmensurable: el agua que tiembla. Son ligeros estremecimientos, casi imperceptibles, pero esa sutileza es lo que le da tanto poder de conmoción, tanta repercusión en el cuerpo del espectador. El temblor del agua parece un reflejo de mi propio estremecimiento ante la imagen. Es algo que se siente en la piel antes de ser percibido con los ojos. Es lo sobrecogedor llevado a un nivel microscópico.
El temblor es una reacción del cuerpo, no ante la presencia, sino ante el presentimiento del otro. En el contexto de la obra de Marta María Pérez, presentimiento es el término que mejor expresa la relación con lo oculto, con lo que permanece absorto en la oscuridad. En los escritos de Allan Kardec el presentimiento es una de las claves para el contacto con el mundo de los espíritus, pero es ante todo premonición, aviso de lo que está por llegar. El paso de la fotografía al video permite a Marta María pasar de un tipo de representación que expone lo pretérito, a otro tipo de representación en la que trabaja con lo por venir. La introducción de otra dimensión temporal en la representación nos coloca en una tensa relación con lo próximo, en tanto cercanía, pero también en tanto advenimiento. La filiación de estas obras recientes con el espiritismo se descubre por su capacidad para aproximarnos a una presencia o para hacernos intuir una presencia que se aproxima y que nunca llegará a manifestarse plenamente.
Aquí adquiere más relevancia la implicación moral que siempre ha tenido la obra de Marta María Pérez. El próximo –el que se acerca- es el prójimo ante el cual asumimos responsabilidad, aún en la muerte, o ante cuya muerte nos hacemos también responsables. Toda la obra de Marta María Pérez está atravesada por esas representaciones de la responsabilidad ante la muerte del otro, que en la serie No son míos (2010) adquirió su más espléndida configuración. En aquellos autorretratos, producidos mediante los retratos de afrocubanos acusados de crímenes religiosos, o asociados a la “brujería”, se gestionaba algo más que una reivindicación de ciertos sujetos ante la historia y el relato etnográfico. Lo que representan esas fotografías es la paradójica experiencia de vivir la muerte del otro, al tiempo que se encarna su dolorosa persistencia –su dolorosa supervivencia- en los márgenes de la realidad y de la historia.
Juan Antonio Molina Cuesta