Toda la producción fotográfica de Marta María Pérez funciona como la réplica de un sistema simbólico, reunido alrededor de una iconografía potente y referido a diversos textos mitológicos. Decía Iuri Lotman que detrás de un símbolo siempre se puede encontrar un ícono. Con la obra de Marta María constatamos que a través de un ícono siempre se puede potenciar una simbología. También pudiéramos decir, parafraseando el título de una de sus obras, que detrás de un símbolo siempre se vislumbra una verdad.
El ícono adquiere su plenitud cuando es capaz de desencadenar relaciones simbólicas. Remitiéndose a la historia y la etimología del término, Gadamer nos habla del símbolo como algo “con lo cual se reconoce a un antiguo conocido” (Hans-Georg Gadamer. La actualidad de lo bello. Paidós. Barcelona, 1991. Pág. 84), pero era también algo por medio de lo cual se recordaba una obligación, un contrato, un vínculo. Si el símbolo tenía un sentido “técnico” (la tessera hospitalis como pasaporte o contraseña) también tendría un sentido “simbólico”: era una garantía del reencuentro, en tal caso encerraba una especie de promesa y un residuo de magia.
Ya es un lugar común mencionar el doble estatus de presencia y ausencia en la fotografía. Pero si esa imagen es tan importante es porque resume en gran medida la manera en que la fotografía se realiza como símbolo. La fotografía es simbólica porque reúne lo que estuvo separado, devolviendo lo ausente al presente y convirtiendo el pasado en una presencia. En la obra de Marta María Pérez persiste la sensación de que ese ausente-presente es algo que no está en la fotografía. Y con esto quiero decir que ni siquiera es algo que pertenezca al momento original en que se tomó la fotografía. No es lo fotografiado. Más bien el acto fotográfico se ha realizado para conjurar esa ausencia y para re-presentarla.
Hay una amplia zona de la obra de Marta María que está concentrada en relatar esa relación paradójica con la ausencia. Es la parte de su trabajo que se refiere al mundo de los muertos, incluso las obras que enuncian de manera más o menos explícita el miedo a la muerte y a la pérdida. De hecho, Para concebir (1986) era ya una manera de reunir la imagen esperanzadora de la maternidad con la imagen amenazadora de la muerte y el dolor. A finales de la década de 1980, cuando la obra de Marta todavía tenía abundantes referencias al tema de la maternidad, encontramos una pieza como Miedo a la muerte (1988) en la que el temor es dicho y la muerte es mencionada en el título, como si esa franqueza sirviera de exorcismo.
Pero hay otra zona de su obra donde la ausencia no es algo que se relata, sino que constituye una especie de trama o de estructura afectiva de la imagen. De hecho, aunque no se menciona mucho, yo creo que todo el proyecto artístico de Marta María Pérez está atravesado por el desasosiego ante una ausencia que no se localiza.
La soledad es la expresión visible de esa ausencia. Después de desarrollar dos series que giraban especialmente alrededor del tema de la maternidad, Marta María Pérez comenzó a trabajar en la década de 1990 con imágenes que tienen que ver con la soledad del ser humano, comenzando así uno de los períodos más fructíferos de su carrera. En ese momento su obra dejó de ser explícitamente autobiográfica. Lo que representan los orishas en esa etapa de la obra de Marta María es la propia soledad de la artista ante el misterio. La fuerza que tienen sus fotografías como íconos viene de ese aislamiento del cuerpo que debe empezar a adquirir fuerza en su propia soledad.
Quizás la pieza que mejor refleja ese sentimiento de soledad en la década de 1990 es Lo que allí se siente (1995). La imagen se refiere a la experiencia de aislamiento por la que pasa la persona en algún momento de su ceremonia de iniciación a la santería. De espaldas a la cámara, en un ambiente homogéneo, donde lo único que resalta es el tono oscuro de la silla, el sujeto parece mimetizarse con el espacio para representar una suerte de invisibilidad. El cuerpo cubierto y el rostro oculto, son también recursos para darle fuerza al ícono a expensas de la identidad individual del sujeto. Hay una resistencia a producir retratos (o autorretratos, para ser más específicos). Es en obras como Lo que allí se siente, Quiere por techo el cielo y Todo lo tengo, todo me falta (las dos primeras de 1995 y la última producida en 1997) donde las formas del cuerpo oculto son llevadas a un nivel de abstracción, que sugiere algo sobrenatural. Incluso en Caballo y en Vive ahí, ambas obras realizadas en el año 2000, se mantiene ese efecto que combinado con el texto, insiste en esa presencia ubicua de lo que está y no está o lo que nos acompaña desde una dimensión inaccesible.
El ocultamiento del cuerpo es el complemento de la metamorfosis. En el mismo año en que hizo Lo que allí se siente, Marta María realizó fotografías en las que el cuerpo se transformaba en otra cosa: Está en sus manos, Osun, tú cuida y una de sus imágenes más fuertes: No zozobra la barca de su vida. Las tres están asociadas a las orishas, pero en distintos grados, tal vez porque las representaciones de diferentes orishas tienen diferentes grados de iconicidad. Por ejemplo, la representación de Eleggua con una piedra y varios caracoles resulta en una imagen antropomorfa, lo cual permite a Marta María hacer una representación del orisha usando su propia cabeza (o al contrario, hacer una representación de su cabeza usando al orisha). Para Osun, tú cuida, la artista utiliza una pierna y la composición adquiere entonces una armonía y un sentido de unidad y de verdad que sólo puede ser enunciado como belleza.
En No zozobra la barca de su vida el cuerpo es la barca y los brazos se convierten en remos. Es una imagen orgánica y tensa. Puede ser leída como una representación de Yemayá, pero yo prefiero interpretarla como una representación del culto o la adoración a la deidad. La metamorfosis tiene ya su propia fuerza simbólica, a la que se añade la relación con el texto (“…hijas del mar, no zozobra la barca de sus vidas, que pilotean con habilidad cuando las olas la embisten con más fuerza” nos dice Lydia Cabrera en su hermoso libro dedicado a Yemayá y Ochún), pero lo más importante es el sentido de unidad de la forma, que se logra aquí de manera ejemplar.
Ha sido inevitable que esa fotografía se asocie a los viajes de los “balseros” cubanos hacia la Florida. Muchos de ellos se lanzan al mar acompañados de una imagen de la Virgen de Regla, que es el equivalente católico de Yemayá en la santería cubana. De hecho, cuando Marta María Pérez realizó esa foto hacía menos de un año que se había dado un éxodo masivo que conmovió a toda la sociedad en Cuba.
La obra de Marta María Pérez se basa en una serie de acciones domésticas que van a contramano del interés que tuvo la fotografía cubana por el espacio público y del interés que todavía mantiene el arte cubano por representar lo político en el lenguaje. Sin embargo, en obras como No zozobra la barca de su vida el acontecimiento histórico entra en la estructura narrativa de la obra, aún a expensas de la voluntad de la autora, como una de sus posibles ficciones.
Juan Antonio Molina
México, 2015
Cortesía de la colección Daros Latinamerica. Zurich.