Conjeturemos que algunas piezas de arte buscan un lugar en vez de un observador, un espacio donde puedan estar ante sí mismas y no frente a los otros, arrojadas a una intimidad que bosqueja algo que no ha sido visto y que traza una alianza ocasional entre las intensidades lumínicas y las constricciones de una arquitectura. Las piezas que expone Marta María Pérez Bravo en Ex Teresa Arte Actual portan esa voluntad de aparecer para sí mismas.
A los fantasmas no les preocupa la propiedad de los espacios. Son seres, en alguna medida, desterritorializados. En vez de sentir apego por un lugar, ellos desean aparecer, no importa dónde. Esa cualidad espectral permite que piezas que fueron elaboradas en espacios singulares, aparezcan en otros como si los hubiesen buscado desde un inicio. Los espectros fueron las primeras instalaciones: móviles, transitorias y eventuales; tal vez, los primeros curadores, que imaginaron las formas como un modo estratégico de existir.
Nunca es el cuerpo como totalidad el que surge en su obra, sino sugerencias de cuerpos visibles o soñados, asomos del cuerpo en la realidad de la luz y la materia, como si fueran interrupciones en los flujos de energía, cortocircuitos visuales.
Dos antebrazos y sus manos se tocan debajo de una cúpula, entre columnas, en la Capilla de Santa Teresa. Una mano es de carne; la otra de hielo y el roce constante la derretirá. Un cuerpo que se licua y desliza y otro que repite sus gestos, en una práctica infinita de acariciar y disolver. Los brazos flotan porque el espacio entero es una zona de ligereza. Un templo católico colonial que se diseñó para que los espíritus se elevaran. Recintos de verticalidades seculares.
El vestíbulo era el lugar donde las mojas, que alguna vez habitaron el recinto, tomaban los votos de dedicar sus vidas a Dios. Un espacio intermedio entre el mundo y el retiro, como un pasillo por el que esas mujeres se alejaban de sí mismas y se acercaban a una alteridad inquietante. En ese sitio, al costado de una pequeña gruta, cuelga el único rostro de la exposición. La artista mira de frente y muestra un paño blanco que contiene cabellos. Su pecho cubierto de pelos recién cortados. La blancura enceguece y solo el cabello oscuro disipa la luz. Los fragmentos del cuerpo y la fijeza de la mirada siguen direcciones opuestas. Mirar esos restos es entrar en la intimidad de la artista, que los exhibe y protege, como si al mostrarlos quisiera que nadie los viera. Los cubre de luz, se resguarda a sí misma.
¿Qué votos serían esos fragmentos corporales?, ¿se aproxima la artista a una alteridad semejante a la que concernió a las monjas coloniales? Los votos de Marta María son su propio cuerpo, como si la única trascendencia que le importara fuera la vulnerabilidad de los restos.
En la pared del fondo de un altar, una espalda desnuda nace del suelo. Los brazos están alzados, pero no sabemos si ruegan o escalan; si suben a través de la materia o la invocan. Queda el gesto. La instalación propone una disipación del arte, como si quisiera que esas imágenes se disolvieran en las paredes, grabadas quizás por unos instantes y, luego, definitivamente borradas. Si los muros fueran una especie de piel, las piezas de Pérez Bravo no intentan cubrirla sino absorberla, pasar la lengua sobre esas texturas y dejar una huella.
La fragilidad de cada pieza dentro del recinto intensifica una inquietud que atraviesa las fotografías y los videos de la artista. Un arte de la fragilidad que no busca ningún tipo de sostén; un arte de la flotación lumínica. Una estética de los gestos inconclusos, de movimientos repetidos, de cuerpos esbozados, de blancuras casi enceguecedoras que no esconden nada. No se puede distinguir entre profundidad y superficie en las piezas de Pérez Bravo y la exposición en el Ex Teresa lo comprende muy bien. Las fotografías no están expuestas, sino sumergidas en las formas y las tonalidades del lugar, como si la mirada que se solicita tuviera que ser acuosa y marina.
En una proyección, alguien está debajo de una escalera, cubierto por una tela blanca. En un video, una mano intenta asir una pequeña luz que se mueve. Entre las dos imágenes, una estatua de San José derruida. El santo forma parte del recinto, pero también podría ser otra pieza de la artista, una obra del azar y las distancias ¿No buscan sus creaciones alianzas ocasionales con unos gestos dispersos? Un cuerpo sugerido no acaba de mostrarse. Hay algo más relevante que el contorno, quizás un exceso que no viene de la pieza sino de la exterioridad que sugiere. No hay límites en estas obras, sino un deseo de disolución; podríamos observarlas desde fuera, es decir, esbozar una mirada que no empezara en ellas sino en otros puntos de los espacios que involucran; seguir sus líneas hasta tocarlas.
La instalación propone una fragilidad compartida, que compromete al observador y la pieza. Aproximaciones agazapadas. Al verla, los espectadores estamos detrás de nuestros propios cuerpos, quizás también participando de esa disolución deseada.
Ese desapego por el lugar y esa cualidad casi mimética que permite que las imágenes reorganicen el espacio del convento como si las estuviera esperando; esa flotación sincrónica de las piezas y las singularidades estéticas y arquitectónicas del edificio; una mirada sorprendida por sí misma; los cuerpos sugeridos y todo lo faltante; un arte de la angustia; imágenes que se elevan hacia nada y otras que se cruzan en el vacío; dioses pospuestos y rituales disgregados. La exposición sugiere una migración momentánea de las piezas como esos insectos que en ciertas épocas del año se posan sobre los árboles. Tocar las superficies para marcharse; dejar los muros porque nada puede sostener la fragilidad del arte de Pérez Bravo.
En ese sentido, exponer es profundizar su fragilidad, esa cualidad lumínica a punto de difuminarse como si tocáramos algo extremadamente delicado. Es la espectralidad que se mencionó al principio: un deseo por aparecer y una voluntad de ocultarse. Las primeras instalaciones tal vez se asemejen a las últimas: buscan un espacio que no encuentran, se posan en superficies elegidas y están siempre en vilo, parecen disolverse y persisten.
Las obras de la artista interrogan la densidad histórica del espacio, como estaciones dolorosas en un mundo secular. Pero también como conjuros que invocan la presencia de esas religiosas. Las piezas esperan no solo la materialidad del lugar, esa sinuosidad de lo que persiste en su propio derrumbe, sino la irrupción de algo inédito; como si detrás de ellas pudieran aparecer imágenes pendientes o errantes de otros mundos y otras vidas.
¿Las piezas han sido colocadas como redes que intentan capturar una imagen más profunda que ellas mismas?, ¿o la artista ofrece sus votos a esas religiosas desconocidas?, ¿no sería una forma radical del arte aquella que renuncia a su presencia y se aparta para que emerja algo heterogéneo y, quizás, inexistente?
Lo inconcebible nos debiera conmover. La fragilidad de la instalación puede entenderse como un modo de suscitar esa experiencia. Las piezas han encontrado su espacio y, en esa medida, sus interrogantes. En esa relación entre el lugar deseado y las preguntas que lo rodean, la instalación se desliza hacia la historia material del edificio y la vida conventual de sus primeras habitantes. Ellas, como los espectros, serían las instalaciones inaugurales del recinto y sus curadoras originales. Marta María parece entenderlo y sustituye una gestión anacrónica de los espacios por un ofrecimiento silencioso de los deseos. Esos son sus votos.
Rodrigo Parrini